Es algo con lo que naces. Algo que no se puede aprender. Dios la besó en la mejilla, y allí surgió ella. (Billy Wilder)
Audrey era simplemente Audrey. El símbolo de la belleza, el glamour y la elegancia por excelencia no era más que el paradigma de la sencillez, un maniquí luciendo la pose más difícil de lograr: la naturalidad.
La mirada serena
La serenidad de su mirada era el reflejo de su personalidad clara y transparente, condenadamente ausente de subterfugios y disfraces. Porque Audrey, aun disfrazada, no dejaba jamás de ser Audrey. ¿Quién no guarda en su recuerdo cinematográfico la famosa escena, en “Desayuno en Tiffanys”, donde la protagonista se come un croissant mientras mira y admira los diamantes de un escaparate? Un tierno y humilde dulce compitiendo, en candidez y elegancia, con un diseño de Givenchy.
No cabe duda de que quienes la tuvieron cerca supieron vestirla con personajes no siempre a su medida. Y ella aceptó simplemente ser ella misma.
La escritura de una cara con ángel
Su escritura refleja la misma calma, serenidad y dulzura que reflejaba su rostro. Discreta y amable al trato, era poco amante de destacar o de ser centro de atenciones en grandes círculos sociales. Ella misma se definía como una chica introvertida a la que le resultaba enormemente difícil realizar papeles de mujer excéntrica y alocada.
Timidez unida a templanza. Audrey jamás perdía el control de sí misma por algo que no fuese simple curiosidad. Replegada en su centro e indecisa a la hora de dar dos pasos más allá de lo debido, sí contenía un poso de alma inquieta, de esas que escrutan horizontes de ilusiones aún sin atreverse a entregarse por completo a ellos. Quizás no se atrevía a soñar por temor a ver efectivamente cumplidos sus sueños.
No es de extrañar que Gregory Peck dijera de ella que era muy fácil amarla. No podría decirse menos de un ser para el que la maldad constituía una realidad más que remota.
Amante de los suyos, tremendamente conservadora de sus afectos, capaz de transmitir tanto con la calidez de la palabra como con la dulzura de sus gestos, dechado de generosidad elegante y respetuosa para dar y para darse.
La originalidad del trazo inicial de este fragmento de texto nos da clara muestra de una personalidad seductora, plena de encanto personal. Que se reafirma en sí misma. Que, orgullosa de su esencia, se proyecta, se relaciona, se entrelaza y seduce a los demás con elegante y cuidada coquetería. Así era ella, ni más ni menos.
Su emotividad y sensibilidad le hacían parecer más vulnerable e insegura de lo que realmente era.
Y es que a su inhibición aparente se sumaba una fortaleza secreta: su férrea e imperturbable confianza en sí misma y en el Destino. Un Destino que ella sabía con certeza que no estaba afuera, en las manos de todos los reyes Midas que pretendían convertirla en oro, sino dentro de ella misma.
No sólo era una trabajadora constante y comprometida, sino además una persona con un admirable espíritu de lucha, tanto en lo profesional como en lo personal.
A pesar de su carácter apaciblemente sumiso y su facilidad para adaptarse a todo tipo de situaciones y de compañías, Audrey escondía a buen recaudo un alma tozuda y perseverante, que aparecía en ocasiones, como un revulsivo de rebeldía dosificada en la justa medida, como un acto reflejo más en su enorme afán de constante superación personal.
Su humildad no le permitía tener grandes ambiciones en la vida. Audrey, como río de luna, se dejaba arrastrar por el transcurrir de los días, por las manos compañeras y por el acontecer de eventos con extrema confianza. Su clara conciencia, y también su poderosa intuición, solían dictarle al oído que siendo ella misma, dejando tranquilas y transparentes sus aguas, para permitir a miles de lunas reflejarse en ellas, todo iría bien en su vida.
En el fragmento manuscrito anterior apreciamos el resultado de la suma exacta: elegancia mas delicadeza o, en una sola palabra: integridad personal. Una fragilidad aparente en la inicial de un “Yo”, que arrastra paradójicamente una admirable fortaleza de espíritu.
Yo, actriz. Yo, estrella de Hollywood.
Yo, símbolo de la elegancia por excelencia….
Yo, persona. Yo, madre, amiga y amante.
Yo, simplemente yo misma, simplemente Audrey escrita con letras minúsculas, rebajadas y perfectamente legibles, como legible es lo que hay en lo profundo de mis ojos, más allá de mi rostro…
(Discurso de Audrey Hepburn al recibir, en 1993, el premio por el Gremio de Actores de Hollywood. Fueron sus últimas declaraciones públicas, que se hicieron, a través de los labios y la voz de Julia Roberts, ya que la propia Audrey no pudo acudir a la ceremonia dado su ya muy delicado estado de salud)
Una infancia marcada por las desdichas de la Segunda Guerra Mundial y el divorcio de sus padres. Dos matrimonios que, aunque fracasaron, le dieron dos hijos maravillosos. Un Oscar como mejor actriz por “Vacaciones en Roma” y cuatro nominaciones. Un Globo de Oro mas ocho nominaciones, y una aún más larga escalada de premios cinematográficos…
Pero, como no podía ser de otro modo, Audrey Hepburn dedicó los últimos años de su vida, hasta su muerte, en enero de 1993, a realizar la labor que la hizo más intensamente persona, el papel más importante de su vida: su dedicación como embajadora de buena voluntad de UNICEF. Aún hoy, permanece viva y ayudando a los niños desfavorecidos, a través de su hijo Sean Ferrer Hepburn, en la Fundación “Audrey Hepburn” para la Infancia.
Muchos la evocaron como “un ángel” a lo largo de su carrera y de su vida. El día de su muerte, Elizabeth Taylor dijo “Dios estará contento de tener hoy a un ángel como Audrey a su lado”.
¿Quién podría dudar que lo fue?
yo te cruzaré a lo grande, algún día.
Oh, Creador de sueños,
tú, rompecorazones, allá donde vayas, yo te seguiré.
Dos vagabundos, perdidos por el mundo,
Hay tanto mundo por descubrir.
Estamos al final del mismo arcoiris,
Esperando al tomar la curva,
Mi querido compañero,
Río de luna, y yo. (“Moon River”. Desayuno en Tiffanys.)
Sandra Cerro
Grafóloga y perito calígrafo
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